viernes, 8 de febrero de 2008

Ulises/Javier Salvago

ULISES

Como cuando, de niño, volvía al internado tras el sueño feliz y libre del verano, se despierta cansado, de mal humor, con ese viejo regusto a estafa. Desayuna y enciende, entre molestas toses, el primer cigarrillo —le hace daño, lo sabe, lo tiene prohibido, pero se dice de algo hay que morir—. Qué importa un poco de veneno más, si la vida es corta, por mucho que se estire, y está ya envenenada. La vida, este inútil trabajo, esta batalla a muerte y sin descanso, que le obliga a lanzarse un día más, sin ganas ni ilusión, a la calle. Ante sí, otra mañana, calcada, repetida, agobiante y penosa como una cuesta arriba, que hay que salvar. Lo mira con desdén la portera. Un vecino lo esquiva..., mejor. Mientras espera el autobús o un taxi, le asalta la pregunta de siempre, inevitable: «¿qué hago aquí?». Sin duda, nada, o apenas nada que merezca el esfuerzo. —Por momentos, envidia esa paz de los muertos.— Se eterniza el camino en múltiples atascos que son como la imagen a escala del gran caos de este final de siglo, febril y cambalache, que oculta sus miserias con elegantes trajes y juguetes de lujo. Con fingido entusiasmo, lo recibe un colega al llegar al despacho. Se acomoda y reanuda el trabajo pendiente. «A las doce —le anuncian— reunión con el jefe.» Redactar un proyecto, escribir unas cuñas para un nuevo producto de belleza, que nunca podrá lograr que nadie sea más bello por dentro ni más feliz, por más que nos prometa sueños. El tedio de mentir, el asco de saberse cómplice de este burdo rey Midas que convierte en mercancía todo lo que tocan sus manos. Mas el banco no espera —se cobra lo prestado, con usura y con creces—. La trampa es tan grosera que sueña echarse al monte, pero ya no es quien era. Consulta su reloj. Entre una cosa y otra —reuniones, proyectos— va llegando la hora de comer. Se despide hasta luego. En un chino, ante un plato de arroz tres delicias refrito y una ensalada china, le sigue dando vueltas al tema de la vida malgastada. Comprueba, al apurar su taza de té, que es el segundo paquete el que estrena. Total, la vida es humo. Le queda tiempo aún para estirar las piernas antes de proseguir. Un canto de sirenas lo llama desde un cutre salón recreativo y entra al trapo, sabiendo de sobra que es un timo. Sólo para tentar su suerte o sentir algo, un poco de emoción, como quien bebe un trago, se deja seducir por una tragaperras que, al cabo, le confirma que todo es una mierda. En fin, otra razón de más, otro motivo para pensar en serio en un remate digno, pero la vida, astuta, sabe jugar sus cartas; hacerle eso a su hijo sería una putada. Hay que seguir. La tarde no ofrece nada nuevo: proyectos, reuniones... En resumen, el tedio de mentir, de saberse cómplice del mercado, Polifemo insaciable que nos va devorando. Sobre las nueve cierra su ordenador. Acaba, hoy como ayer, un día idéntico a mañana. Opta por desandar, paseando, el camino de regreso. La noche lo tienta con sus brillos, con sus archisabidas promesas, que desoye porque, por experiencia, sabe ya lo que esconden. Una atractiva joven se le acerca y le pide fuego... Quizás podría..., pero no se decide a dar el paso. No, no está para esos juegos que exigen entusiasmo, dedicación y un cierto grado de confianza en uno y en su hombría —bastante quebrantada, sin moral, distraída con otras obsesiones—. Cruza el centro, rumiando, en soledad ruidosa, lo absurdo de su estado. Mientras la juventud, en los bares de moda, se agita y bulle, pasa pensando en otra época, en noches de aventura y deseo, interminables; sabía allí la vida a lo que ya no sabe. Ensimismado y lejos de todo, con su exilio interior, llega a casa, cansado. Ya su hijo duerme. Le deja un beso en la frente y se queda a su lado un instante. En el salón, lo espera su mujer. Se saludan con frialdad. —Su rostro presagia la tormenta; se masca mar de fondo.— Sin apartar los ojos de su labor, pregunta, seca: «¿Qué has hecho hoy?» En la tele se anuncia la panacea de todos los males. Le responde: «Trabajar.» Ella dice que eso ya lo supone, «pero ¿en qué?». Demasiado... ¿Cómo contar la nada, el tedio, la rutina, la relación forzada, forzosa?... «¿No comprendes que me paso los días sola, que necesito que llegues y me digas que existo y que te importo?... Estoy sola, ¿lo entiendes?» Lo entiende, pero ¿y ella? ¿Comprende que la gente no acompaña?... Se lanzan mutuamente reproches, como dos enemigos defienden posiciones encontradas, se dicen lo que tal vez no sienten, sólo por humillarse, sólo por defenderse. Sin control, la tormenta va subiendo de tono, gritan, se desesperan, se amenazan... Y todo ¿por qué?, se lo pregunta más tarde, cuando ella, llorando, se retira a la cama. ¿No era esto lo que esperaba todo el día, el momento de regresar a casa, a su isla, a su centro, olvidarse del mundo, de sus trampas y pompas, cerrar la puerta a todo, al menos unas horas? De mal humor, nervioso, enciende un cigarrillo, el último. Se lava los dientes, cierra grifos y cerrojos, se pone el pijama y se acuesta. Ella nota su roce y se da media vuelta. Bastaría decir perdona, mas ninguno de los dos quiere dar por perdido ese pulso —tendrían que sentirse culpables, para ello, y no hay culpables, sólo víctimas del enredo—. Como dos enemigos, con sus dos soledades de espaldas, se vigilan por si acaso uno hace un gesto que propicie el encuentro, el abrazo, la paz que ambos desean..., pero esperan en vano. Lo que llega es el sueño, como una dulce tregua de libertad, el sueño, la muerte por entregas.   
Madrid 1992